Adiós sincronizadas, hola gambas al ajillo.
Todo empezó con un mensaje: "Buenas tardes ;) Este es mi número. Si te aburres en el trabajo puedo darte conversación en la medida de mis posibilidades. xd" Sencillo, coherente, correcto y siempre evitando mostrar más de lo que debo. Porque así soy yo: más observador que observado, más silencioso que hablador y sobre todo más analítico que irreflexivo. Soy una especie de psicólogo navegando por las mente humanas. En diez minutos de conversación puedo saber si la chica me miente, es tímida, oculta algo, es extrovertida o es auténtica. Por desgracia de éstas hay realmente muy pocas. Tengo la capacidad de ponerme mucho en el lugar del otro, pero a veces, si lo que me cuentan no me importa demasiado, puedo desconectar y ponerme en modo zen durante bastante rato. No veo un bebé con pañal como hacía la magnífica Ally McBeal, pero tengo un mundo interior muy rico y bastante más interesante que ciertas conversaciones en las que me he visto inmerso.
Ésta no me pareció aburrida. Ella era una chica interesante y mientras trabajaba pude vislumbrar un poquito de su alma. Teníamos muchas cosas en común y me encantó que fuera rápida de mente. Las bromas, ironías y palabras en segundas invadían nuestras pantallas. Enseguida vimos que el humor era una parte importante de nuestra personalidad. Os aseguro que es difícil hacer bromas a terceros. Si no conoces mucho a la persona no sabes hasta qué punto puedes llegar o si con éste tema se puede molestar. Nunca podré ocultar que soy bastante precavido... Ella y yo conectamos enseguida. Lo mejor: pude intuir que casi no había líneas rojas en nuestra conversación. Después de estar mensajeándonos hasta altas horas de la madrugada, me fui a dormir con una sensación que hacía tiempo que no tenía: No era cómo las demás.
A la mañana siguiente me levanté pensando en ella. Cogí le teléfono y escuché un audio que me había dejado. Se le veía interesada en saber cosas de mi vida. Sonreí. Odio ser el foco de atención. En una fiesta siempre me verás en un rincón con mi copa observando y analizando el triste comportamiento humano. Creo sinceramente que hay dos tipos de personas en la vida: los que miran y a los que les gusta ser mirados. No puedo entender la sensación de que la gente te observe. Es agobiante, impertinente y frustrante. Da la sensación de que todo el mundo te juzga o te dice lo que has hecho mal. Vivimos en un mundo que todo va a la velocidad de la luz. Amazon te trae las cosas antes de que hagas clic; una foto ya es antigua si en dos horas ha dado la vuelta al mundo y te llega de nuevo en forma de meme. Creo que la gente debería encerrarse en un cuarto, apagar la luz y pensar porqué corre tanto. A veces creo que el tiempo se debería de detener un poco para que los que nunca observan lo hicieran de verdad, sin prisas. Creo que se alucinarían al ver por primera vez la belleza de este mundo.
Ella sí que era bella. Cruzaba el semáforo con un vestido azul oscuro y una sonrisa que me dejó sin aliento. No me lo creía, era mucho mejor que en las fotos. Observé su cuerpo, su forma de caminar, el movimiento de sus brazos y su olor. Cuando estaba lo suficientemente cerca pude oler a violetas. Desde ese momento hasta el fin de mis días ese dulce olor siempre sería ella. Empezamos a pasear y a charlar; no fue difícil seguir las bromas y la dinámica de la noche anterior. Las palabras salían solas y la sensación era de una cotidianidad tan familiar que parecía que la hubiera conocido hace milenios. Sorprendido me hallaba por tanto feeling que no pude dudar en decir que sí cuando ella me propuso hacer una parada para comer.
Llevábamos caminando toda la mañana por las calles más bonitas de nuestra ciudad. Hacía bastante tiempo que no disfrutaba de un recorrido histórico por Barcelona. Las callejuelas del Gótico y del Born fueron testigos de nuestras primeras risas. Escuchamos un concierto de ópera improvisado detrás de la catedral, cruzamos el puente más fotografiado de la ciudad y acabamos en un mejicano del barrio del Eixample. Yo no estaba para mucho trote culinario. Llevaba meses sintiéndome raro del estómago y los médicos no sabían lo que tenía, así que pedí unas simples sincronizadas con una cerveza. Ella me miró con sus grandes ojos "Solo vas a comer eso...". A mí me entró la vergüenza del observado. Le expliqué por encima mi historia clínica y ella sin darle mucha importancia empezó a degustar su plato.
Creo que nunca había visto a nadie disfrutar tanto de la comida. Podía parar la conversación solo para cerrar los ojos y tragar el exquisito bocado. Probaba la salsa con su dedo anular como si fuera una niña comiendo chocolate. Mis sentidos y mi cerebro me decían que su autenticidad era real. No fingía nada, ni sus pasiones ni sus palabras. Eso me hizo sonreír muy fuerte, bueno, eso y la cerveza que me estaba subiendo a la cabeza.
Nuestro domingo acababa y yo no me quería despedir de ella. Eran las ocho y llevábamos toda la tarde disfrutando de la ciudad pero sobre todo de nosotros. Un café, un paseo, una conversación, unas bromas, una anécdota algo accidentada. Hacía mucho tiempo que no lo pasaba tan bien con alguien. No sabía que iba a pasar con ella. Sería una amiga, un rollo, algo más, nos volveríamos a ver, me escribiría un texto de disculpa y no querría volver a quedar. El futuro era incierto. Yo intuía que sí, que había habido conexión, pero mis intuiciones nunca son cien por cien seguras. Lo que tenía claro era que el magnetismo que desprendía esta mujer era hipnótico. Tan hipnótico como la forma de coger el resto del azúcar que queda en la taza de café cuando éste se acaba. Introducía su dedo índice en la taza y al sacarlo chupaba la punta degustando la mezcla de poso y azúcar. Era hipnótico, sorprendente y sexy. Sobre todo porque al final hacía un sonidito indicando una satisfacción máxima. Una especie de gemido que sin tú pretender te transportaba a la fantasía más erótica de tu mente. Sin duda ella sabía disfrutar del mundo, sabía parar el tiempo y deleitarse con las pequeñas cosas. Sin duda ella era especial.
Llegué a casa con una muy buena sensación. El futuro no era tan incierto porque vi un mensajito de esta chica tan auténtica. Escuchar su voz me hizo reír. No podía saber qué me pasaba pero mi ánimo había cambiado. Me senté a revivir todos los detalles de la cita. Respiré hondo y me sorprendí proyectando hacia el futuro. Debatí con mi subconsciente que no fuera tan rápido pero él me ignoró. En ese momento y aunque no lo quisiera admitir descubrí que ella era todo lo que yo siempre había buscado. Las barreras de mi corazón se levantaron y decidí que estaba preparado para amarla aunque para ello tuviera que reconciliarme con la comida. Es increíble lo que está dispuesto a hacer uno por amor. Adiós sincronizadas, hola gambas al ajillo.
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